Martino Martino, Eusebio
Profesor en las Escuelas Normales de Cuenca
De niño inició los estudios eclesiásticos, pero estimando que no tenía vocación para el sacerdocio, dejó el Seminario y se hizo maestro. En las escuelas donde trabajó, pasó dejando un grato recuerdo por su honradez y exactitud en el cumplimiento de sus deberes.
Fue profesor en las Escuelas Normales de Valencia, Teruel, Logroño, Salamanca y Cuenca. Su sólida formación religiosa y delicada conciencia, bien formada, concentraban en la función docente toda su actividad y preocupación. Fue hombre de una cultura poco común, que supo llevar siempre con la modestia y el sigilo de los verdaderos sabios. Procuraba ser muy justo con sus alumnos, de tal manera que los días de exámenes eran para él jornadas de preocupación y de insomnio. Su vida austera casi de cartujo, lejos de actividades políticas y públicas que no fueran sus clases, la ejemplaridad de su conducta, y su serenidad y su corrección exquisita hicieron de él uno de los profesores más competentes de las Normales Españolas y uno de los hombres más dignos. En 1932 pidió la jubilación para no participar en la implantación del nuevo plan de estudios aplicado por la República a las Escuelas Normales.
Iniciada la persecución religiosa, el martirio del beato Cruz Laplana y otros sacerdotes los días 9 y 10 de agosto de 1936, le hicieron comprender el verdadero carácter de la Guerra Civil, esencialmente anticristiana. Por eso el mismo día 9 de agosto de 1936, escribió su testamento ológrafo con instrucciones sobre su enterramiento, si era asesinado, y confesando su fe católica sin tapujos:
“Si me matasen […] Primero: Soy católico, y como tal, creo y confieso lo que cree y confiesa la Santa Iglesia Católica, Apostólica y Romana, y en esta fe quiero vivir y morir. […] Sexto: Encomiendo mi alma a Dios, mi Creador, y quiero que, ocurrido mi fallecimiento, se dé a mi cadáver sepultura eclesiástica con modestia y sencillez, se le amortaje con hábito Franciscano, si es posible se prescinda de pompas fúnebres reservando para el beneficio de mi alma lo que había de gastarse en pomposos funerales. […] Séptimo: Mando a mis albaceas testamentarios que, en sufragio de mi alma, manden celebrar dos trentenarios de misas, las cuales serán encargadas precisamente al párroco o cura encargado de la parroquia del pueblo de mi naturaleza: quiero que la iglesia parroquial que recogió mi profesión católica, cuando fui bautizado, sea también el templo donde se eleven a Dios preces por mi alma, como último valioso tributo a mi memoria”.
El día 10 de noviembre, en un registro que hicieron en su domicilio, los milicianos encontraron y leyeron el testamento: dos días después, era requerido para que se presentara en la cárcel del Seminario, y por la noche entregaba su alma a Dios. Murió asesinado el día 13 de noviembre de 1936, de madrugada, en las tapias del cementerio de Cuenca, donde fue enterrado, sólo por ser un buen creyente y haber dado en todo momento testimonio de su fe católica.




