Salgado Ruiz-Tapiador, Andrés


ANDRÉS SALGADO RUIZ-TAPIADOR

Médico
Andrés nació en Orgaz (Toledo) el 27 de febrero de 1903. Hijo de Augusto Salgado, médico titular de esa villa, y de María Juana Ruiz-Tapiador. Al recibir las aguas bautismales, el 10 de marzo, recibió el nombre de Andrés Baldomero. Estudió el bachillerato en el Colegio de los PP. Escolapios de Getafe (Madrid). Hijo de padre médico, desde el principio, demostró su deseo de estudiar medicina. Estudio en la Universidad Central de Madrid. Terminados los estudios universitarios, ejerció durante un periodo de prácticas, con un amigo de su padre en Sonseca (Toledo). Después pasó a ocupar su plaza definitiva en Orgaz. Durante el ejercicio de su profesión, se preparó para las oposiciones de médico forense. Oposiciones que sacó y cuyo nombramiento oficial llegaría a su domicilio después de su asesinato.

Contrajo matrimonio canónico con Adelaida Ruiz-Tapiador Guadalupe el 17 de noviembre de 1928.Tuvo cinco hijos. La viuda escribió para una revista nacional el impresionante relato de las últimas horas de su esposo, que fue asesinado a los 33 años el 29 de agosto de 1936. La familia Salgado Ruiz-Tapiador cuenta con 10 miembros asesinados. Pero dejemos que Adela prosiga con sus propias palabras la narración de los hechos. Andrés cayó gravemente enfermo y fue visitado por un compañero que le previno que su enfermedad era grave y que precisaba de una intervención quirúrgica... Mientras gestionaba por todos los medios posibles un salvoconducto para trasladarle a Madrid (...), por confidencias supimos el día señalado del asesinato; y no hay que decir la terrible impresión que nos causó y la dura prueba a que todos nos vimos sometidos... El hecho es que cuando yo me disponía a decírselo, él me exigió que le dijera toda la verdad sobre su situación. Esto era a las seis de la tarde, y desde este momento ya no me separé de su lecho.

Dramático y sereno diálogo frente a la próxima muerte -Adela, tú serenidad, que yo me siento con valor para ir a la muerte. Tengo la conciencia tranquila que me da el deber cumplido... No, no me espanta la muerte, la miro frente a frente... y no me espanta... Enseguida, con toda serenidad, me empezó a dar normas respecto a la educación de nuestros hijos. Me dio atinadísimos consejos, descendiendo a minuciosos detalles; y como resumiendo todo y poniendo en ello toda su alma, me dijo: -Adela, sobre todo la educación de nuestros hijos; que los formes sólidamente cristianos. (...) Se hizo un momento de silencio que yo respeté, pues me parecía que hondas reflexiones embargaban su alma y, como queriendo confirmar mis sospechas, exclamó: -Adela, ¡con lo felices que éramos y sólo porque sí deshacer un hogar feliz! Pero al momento, como cambiado por un resorte y como quien desecha una pesadilla, me dijo con toda serenidad: -Adela, tú sigue viviendo con la mirada puesta siempre en Dios y en el Cielo, que allí volveremos a unirnos. Y con el semblante inundado de gozo y rebosado de alegría, decía como recreándose: -Y allí ya no habrá quien nos separe. (Nueva pausa) -Ahora, continuó, voy a pedirte una cosa antes de morir. -Tú dirás, le repliqué. -Pues mira: que les perdones de todo corazón, como yo les perdono. Yo, emocionada y conmovida por la grandeza de su alma, le dije: -Sí, Andrés, yo les perdono. Pero él, aunque tenía fe en mis palabras, volvió a insistir y ponía en sus palabras toda su alma: -Que lo hagas de todo corazón, como yo lo hago. -Vete tranquilo, que yo les perdono de todo corazón, fue mi respuesta. Sin duda que esto era su obsesión. Y convencido de mi perdón me trazó la norma que debía seguir: -Mira, Adela, aún quiero más: quiero que, aunque algún día tengas ocasión de hacer algo contra ellos, no lo hagas; antes al contrario, hazles todo el bien que puedas. Mira, hija, para que haya víctimas tiene que haber verdugos. Y como un hondo sentimiento de compasión que se le veía le salía del alma, añadió: - Después de todo, desgraciado el que desempeñe ese papel. Transcurrieron unos momentos y, puesto de rodillas y con los brazos en cruz, de la manera más natural exclamó: -¡Señor, te ofrezco mi vida por la salvación de España y por la salvación de estos desgraciados! ¡Señor, que se conviertan! ¡Señor, que vean! ¡Que te conozcan! ¡Que te amen! Despedida de sus cinco hijos

Me dijo que comparecieran todos nuestros hijos; quería despedirse de ellos. Ya todos reunidos, empezó por la mayor, niña de siete años próxima a cumplir los ocho, y siguió por los otros cuatro, teniendo para todos y cada uno de ellos palabras de amor y consejos prudentísimos, que no he de transcribir por no alargar demasiado este escrito, concretándome a referir el resumen de lo que él mismo dijo a todos: -Hijos míos: sed siempre, y ante todo, cristianos prácticos, sólidamente católicos y así seréis útiles a Dios y a la Patria. Ahora no os dais cuenta, sois muy pequeños, pero recordadlo siempre. ¡Cómo quisiera yo grabarlo en vuestro corazón, muy dentro, muy dentro, para que no se os borrase nunca! Y después, dirigiéndose a mí, añadió: -¡Adela, después recuérdales todo esto con frecuencia y háblales de su padre y diles que les amaba con toda su alma! Después fue bendiciendo a todos, uno por uno, y yo les hice ponerse de rodillas. Y cuando los hubo bendecido a todos, y, todavía de rodillas, yo les indiqué que debían pedir perdón a papá, los que podían hacerlo lo hacían llorando, y llorando repetían: Perdónanos, papá, si alguna vez hemos sido malos y te hemos dado disgustos. No se podía prolongar mucho esta escena que si atormentaba el corazón de su padre, tenía para él inefable dulzura. Además quería yo proporcionarle también algún consuelo, que al mismo tiempo me consolara a mí; por eso fui yo quien le pidió perdón: -Quiero que ahora me perdones a mí si en alguna ocasión te disgusté o te hice sufrir. Desde luego que si así fue lo hice inconscientemente. Y sin dejarme terminar dijo: -Levántate, hija. ¿De qué te voy a perdonar, si no has hecho más que hacerme feliz en todo momento? Las ansias del Cielo le consumían; por eso le parecía que tardaban demasiado en entrar por él y exclamaba: -¡Cuánto tardan! Y dirigiéndose a mi madre preguntó: -Mamá, ¿qué hora es? -Las doce y media, respondió ella. -Las doce y media y sin venir. ¡En qué pensarán estos hombres! Intervino mi madre para decirle: -Déjalo, hijo mío. ¿Quién sabe si algún buen corazón se compadece y no vienen por ti? Mas él replicó: -No, no será así...; sobre todo, si ha de ser mañana que sea hoy. Sin duda pensando que era sábado. Era de un carácter verdaderamente entrañable, pero en donde concentraba siempre su cariño -se desbordaba de entusiasmo-, era con el niño pequeñín, que contaba a la sazón poco más de seis meses. Sabiendo esta pasión por Paquito, quise, antes de retirarle a descansar, que le besara por última vez. Y teniéndole en los brazos se lo acerqué... -Adela -me dijo-, quiero que me digas lo que ha sido de toda la familia, quiero saberlo todo antes de morir. Llevaba enfermo algo más de un mes, y con este motivo nos había sido fácil ir ocultándole los tristes acontecimientos sucedidos en la familia. Viendo la serenidad y fortaleza de su alma, no dudé un momento y le di cuenta de todos los que habían muerto y, en cuanto pude, con los pocos detalles que yo sabía.

Hube de explicarle que el día 18 de agosto habían matado a su hermano Paco, quien por su bondad atraía el cariño de toda la familia. Adivinaba yo que quería saber cómo había muerto y le dije cuanto sabía de él: que estuvo encerrado en la prisión con Santiago Fernández, sacerdote virtuosísimo y pariente muy querido de todos, con quien confesó; y que, como los demás, murió confesando a Cristo. Entonces él, elevando los ojos al Cielo, exclamó conmovido: “-¡Pobre madre, qué lástima de madre! ¡Qué martirio y soledad te espera!”. Yo entonces me consideré en el deber de decirle: -Mira, mientras yo viva y ella quiera estar con nosotros, yo nunca la dejaré. -Sí, ya lo sé. ¡Si te conozco!, me respondió. Me preguntó entonces: -¿Qué hora es, Adela? -La una, le respondí. Y él entonces me ordenó resuelto: -Anda, ve por mi ropa y calzado, que me voy a vestir. -No, espera; tal vez viéndote en cama te dejen. -No, hija, de ningún modo quiero vestirme delante de ellos. Ahora llévame a donde están mamá y Balbina. Quiero despedirme de ellas. Y al abrazarlas les dijo: -Adiós, hasta el Cielo. Ellas empezaron a llorar y, sin perder un punto su serenidad, les consoló: -No lloréis, muy pronto nos veremos en el Cielo… ¿Inspiración de Dios? No lo sé. Lo que sí sé es que esto ocurría el 29 de agosto y el 16 de septiembre siguiente las asesinaban a las dos.

Después volvimos a donde estaban los niños. Y arrodillándose delante de un cuadro del Santísimo Cristo del Olvido, estuvo unos momentos en oración mientras en la calle se oía el ruido de un motor. Ya no cabía duda. Como ellos tenían la llave que ni había sido arrebatada, entraron sin llamar y subieron a la habitación donde nos encontrábamos unos hombres armados de pistolas y escopetas que le ordenaron que se fuera con ellos. Él obedeció sin replicar nada. Y sólo cuando bajaba la escalera, dirigiéndose al que hacía de jefe le dijo: -¿Me permite que vuelva a dar un beso a mis hijos? A lo que respondió: -No se despida usted de sus hijos. Si usted no va a morir, si le llevamos para que le curen Entonces él, volviéndose con mucha entereza, le dijo: Sí sé dónde me llevan, pero no me importa. Bajó por su pie serenamente hasta la calle, donde esperaba la camioneta, y ya en el dintel de la puerta me dijo abrazándome: -Adela, mira al Cielo, la Providencia mirará siempre por vosotros. Confía en Dios, que para ti y los niños no os faltará nunca. ¡Hasta el Cielo, Adela, hasta el Cielo! Yo llevaba en los brazos al niño pequeño, que tenía seis meses. Y besándolo le dijo: -Tú, hijito, no vas a conocer a tu padre. Y, tras un segundo de silencio, dijo: -En el Cielo le conocerás. Efectivamente, ya se han conocido... El niño moría tres años y medio más tarde, cuando contaba cuatro de edad. Yo entonces le dije: -Andrés, vete tranquilo, que Dios nos dará la fortaleza necesaria. Y tú ten valor hasta el fin, únete a Cristo, que Él te dará la fortaleza necesaria para morir confesándole.

Al subir a la camioneta vio a nueve amigos que como él iban al martirio. Lleno de fe dio un ¡Viva Cristo Rey!, que fue unánimemente contestado por todos ellos; y dando vivas sin cesar a Cristo Rey -que en medio del silencio de la noche de verano se oían perfectamente por las calles por donde la camioneta pasaba-, se afirmaba de una manera más solemne su arraigada fe católica. Por referencia de los mismos asesinos supimos que el que los capitaneaba, en el trayecto les dijo así: -¡Pero este tío, que va medio muerto (como se encontraba enfermo) y todavía con Cristo en la boca...! Entonces Andrés, con gran energía, contestó: -Y con Él estaré mientras viva. Supimos también que cuando llegaron al sitio donde fueron asesinados le ataron a un palo del telégrafo y uno de los asesinos le entró el cañón de la escopeta en la boca brutalmente. Y, al disparar el arma, dijo rabiosamente estas palabras: -¡Toma Cristo Rey! Blasfemas fueron estas palabras en la boca del miliciano, pero fueron el magnífico sello, el glorioso certificado del martirio de aquel tan ferviente católico, para mí tan querido y cada día más inolvidable Andrés. Pude comprobar que el disparo fue hecho en la forma en que los asesinos lo refirieron, porque unos días antes de hacer la exhumación de los restos -en el cementerio de Mora de Toledo para hacer su traslado a Orgaz- me enteré que un periódico hacía el relato de la misma forma. Y, efectivamente, fue así porque, al recoger sus restos, vi que las mandíbulas estaban completamente deshechas. Todo esto sucedió en Mora de Toledo el 29 de agosto de 1936