Villa Inguanzo, Emilio de


EMILIO DE VILLA INGUANZO

Notario de Mora de Toledo
Emilio de Villa Inguanzo nació en Santander el 17 de julio de 1892 y fue bautizado el 27 del mismo mes, en la Parroquia de Santa Lucía de dicha ciudad. Hijo de Don Ramón de Villa Llaca (natural de Piedra, Asturias) y de Doña Rita Inguanzo Parres (natural de Turanzas, también asturiana). Vivió en Santander en el número 2 de la calle Lope de Vega, esquina al Paseo de Pereda. Sus padres le enviaron junto con sus hermanos Ramón y Julio, al internado de los Padres Jesuitas en el Colegio de San José, de Valladolid. Allí formó parte de la Junta Directiva de la Congregación Mariana del Colegio, donde también fue distinguido con la dignidad y cargo de cuestor de pobres, encargado de ayudar a los marginados y distribuir los fondos que se asignaban a tal fin. En este Colegio estudió y terminó el Bachillerato y luego, al trasladarse su familia a Madrid, se matriculó en la Universidad Central, donde se licenció en Derecho. Empezó a preparar las oposiciones a notarías y, después de cumplir el servicio militar en el Regimiento nº 13 de Madrid, fue nombrado mediante oposición Notario de Leiro (Colegio Notarial de la Coruña), siendo destinado posteriormente, mediante concurso, a Cogolludo (Colegio Notarial de Madrid) y, por último, en el año 1927, fue nombrado Notario de Mora de Toledo. En Mora instaló su vivienda y Notaría en la calle Ancha, en una amplia casa alquilada de dos plantas, jardín, corrales y lagar, típica del pueblo. Había contraído matrimonio en 1925 con Doña María Luisa Elízaga Ojeda, nacida en Madrid el 13 de mayo de 1900, de cuyo matrimonio nacieron seis hijos, el mayor de ellos nacido en 1927 y el último, en 1934.

Se hizo muy amigo del Beato Agrícola Rodríguez y García de los Huertos, ecónomo y cura párroco de Mora (martirizado el mismo día 21 de julio de 1936) y de Don Joaquín González de la Llana, coadjutor de la parroquia. Iban a dar conferencias en los pueblos de la provincia sobre la Doctrina Social de la Iglesia, especialmente la contenida en la Rerum Novarum, de León XIII. Preocupado por los problemas existentes entre jornaleros y terratenientes, luchó por conseguir la resolución de los mismos y para ello constituyó una especie de Comisión de arbitraje que, en los locales de la Iglesia, trataba de resolver dichas diferencias. Trabajó sin descanso con los jóvenes de Acción Católica y hasta creó un equipo de fútbol, del cual fue su entrenador.

Aun cuando no pertenecía a ningún partido político se le notaba cada vez más preocupado por las noticias que le llegaban. Hablaba a sus hijos de las injustas diferencias entre las clases sociales, de la propiedad privada, de que se deberían ser más justos, de que todos los hombres son iguales y de cómo se debían preocupar por los demás. Su esposa comentaba que una tarde, en su despacho en la Notaría, estuvieron reunidos el cura párroco y ocho de los amigos de D. Emilio. Luego se fueron todos menos uno, que allí se quedó llorando. D. Agrícola les había confesado a todos y se fueron yendo, de dos en dos, a intentar impedir la quema de las iglesias del pueblo. Su esposa estaba muy orgullosa.

Don Emilio tuvo que ir él solo a defender el Convento y Colegio de las Teresianas de Ossó. Estando en la calle, oyó unos pasos por detrás y, al volverse, vio a Isabelo Villarrubia, botones de la Notaría, un chaval de 15 años. Le mandó para su casa, pero el muchacho contestó: “-Don Emilio, su cadáver ahí y el mío, aquí”. Tanto Emilio como su esposa ponían siempre como ejemplo a Isabelo ante sus hijos. Los diferentes edificios religiosos no se quemaron. A los pocos días, un numeroso grupo de gente cantando la Internacional iba detrás de un ataúd blanco y con una niña dentro, muerta, vestida de blanco y con el puño derecho levantado. Al pasar delante de casa, colocaron el ataúd de forma que se viese la cara de la niña. Sus hijos siempre quedaron impresionados por el recuerdo de esta escena. D. Emilio hizo a sus hijos rezar por la niña. Era la hija del jefe del partido comunista. Su hermano Julio llamó a Emilio desde Madrid para indicarle que cogiese a su familia y se fueran a Portugal, pero él dijo que no podía abandonar el Protocolo de la Notaría, y se quedaron.

El 21 de julio se levantó muy temprano y despertó a toda su familia, mandando llevar a los niños al lagar con la niñera y con la orden de no salir de allí. Su hijo mayor no hizo caso y, en cuanto pudo, se fue a escondidas a una galería acristalada que daba al jardín y allí, escondido detrás de un sillón, veía a su padre paseando, con la cara muy seria y rezando el Rosario. Su madre estaba en el piso de arriba. Cuando terminó de rezar el Rosario, sacó del bolsillo el librito de oraciones dedicado a la Virgen y se puso a leerlo, caminando muy serio y despacio. Sonaron unos fuertes golpes en la puerta de la casa. Era una grande y fuerte puerta de madera. La golpeaban con objetos duros. Se escuchaban gritos y amenazas. Emilio se persignó y fue a abrir la puerta. Entraron en tropel muchas personas, apuntándole con sus armas. Con voz muy fuerte ordenó – “¡Aquí no!”. Su esposa bajaba por la escalera. Él se acercó y le dio un beso. Le dijo: “-Tengo que ir al Ayuntamiento”.

Salió a la calle y, detrás, varias de aquellas personas muy excitadas. Finalmente se oyeron varios tiros. Emilio había obtenido la gracia del martirio por defender hasta el final su fe. Los milicianos que se quedaron subieron con su esposa al piso de arriba y se les oía gritar y abrir armarios y cajones, desvalijando todo cuanto se encontraban. Por la puerta de la calle, que continuaba abierta, apareció D. Dionisio Martín Tesorero, Juez de Mora, que cogió a los seis niños y a su madre y los llevó a su casa, cuidando mirasen hacia aquella y no a la derecha, donde yacía Emilio en el suelo. Al poco tiempo llamaron a la puerta de la casa del Juez preguntando por “María Luisa”. Era el sepulturero de Mora de Toledo. Al salir ella, le entregó una alianza y un escapulario diciendo, “-Esto era de su marido”. María Luisa se desvaneció, cayendo al suelo.

Cuando terminó la guerra, tuvo que ir María Luisa a Mora de Toledo, acompañada por su cuñado Julio, a reconocer el cadáver de D. Emilio y a declarar en el Juzgado sobre su asesinato. No quiso declarar en contra de nadie y dijo que perdonaba a todos los culpables. Sabía quiénes habían intervenido y quiénes les habían mandado, pero nunca acusó a nadie. Siempre pedía a sus hijos que perdonasen a los que habían asesinado a su padre. El cadáver de D. Emilio fue trasladado posteriormente a una capilla de la Iglesia de Mora de Toledo