Van Den-Brule Cabrero, Alfredo


ALFREDO VAN DEN-BRULE CABRERO

Cofundador de la Confederación Católica agraria
Abogado de carrera; alcalde de Toledo durante trecemeses entre 1930-1931; letrado de la mitra primada; secretario relator del Tribunal Metropolitano; consejero y asesor del Banco de España; cofundador de la Confederación Católica agraria… Alfredo nació en Toledo el 30 de octubre de 1890. La partida de bautismo de la parroquia de Santo Tomé nos informa que recibió las aguas bautismales el 2 de noviembre. Sus padres se llamaban Adolfo van den-Brule y Saleta Cabrero Martínez.

Adolfo era francés y Saleta era hija del embajador de España en la Santa Sede, recibieron el sacramento del matrimonio de manos de S.S. León XIII. De la capital de Italia se trasladaron a vivir a Toledo. Dos años antes del nacimiento de nuestro protagonista, nació el primogénito, José. Durante la larga investigación y las consultas realizadas por la Postulación sobre la vida de Alfredo van den-Brule, el periodista y escritor don Enrique Sánchez Lubián publicaba en el número 4 de la revista cultural “Archivo Secreto” el extenso e interesante artículo “Van den-Brule, el Alcalde de la concordia (1930-1931): Toledo de la Monarquía a la República”. También nuestros archivos diocesanos deberán dar luz sobre la vida social y política del personaje. En estas líneas nos limitamos a tratar sobre su vida cristiana y martirio.

Siendo abogado, recién cumplidos los 25 años, fue elegido concejal delAyuntamiento de Toledo por el distrito tercero. Fue el candidato más votado y se presentaba como independiente. Nombrado tercer regidor será miembro de las comisiones de Policía de Seguridad, Orden y Sanidad, y de las de Beneficencia, Corrección e Instrucción Primaria. El 8 de diciembre de 1819 contrae matrimonio en la parroquia toledana de Santa Leocadia con María de la Asunción Gómez de Llanera. Del matrimonio nacieron siete hijos: Inmaculada, Esperanza, Dolores, José, Pilar, Joaquín y Marisa Salud.

Tras la renuncia al gobierno de la nación del General Primo de Rivera y el encargo de Alfonso XIII al General Berenguer entre las muchas medidas dictadas se procedió al nombramiento de nuevos alcaldes. Don Alfredo fue designado para ejercer como regidor de la ciudad de Toledo durante trece meses desde el 8 de marzo de 1930. Eficaz en la gestión municipal siguió viviendo su compromiso cristiano. En muchas ocasiones se ocupó de los indigentes y necesitados, solicitó a los comerciantes de la ciudad juguetes para repartir a los niños que se alimentaban en el comedor de caridad. Conservamos, por ejemplo, el bando del 19 de diciembre de 1930 que dice así: Don Alfredo van den-Brule y Cabrero, Alcalde Presidente del Excmo. Ayuntamiento de esta Ciudad, a los habitantes de la misma hago saber: Que la Excma. Corporación de mi Presidencia, atenta siempre a las necesidades en nuestra Ciudad, como bien lo tiene demostrado, ha acordado dar trabajo a los obreros de esta Capital a contar del lunes 22 del presente, en la cantidad y por el tiempo que sus disponibilidades lo permitan, con el fin de que la noche en que conmemoramos la Natividad de Nuestro Señor Jesucristo no falte en ningún hogar la cena precisa, por modesta que ésta sea, para evitar el dolor a honrados padres de no tener que satisfacer peticiones de pan hechas por sus hijitos… será proporcionado el referido trabajo… y el que lo acepte recibirá cinco pesetas como jornal…”

Sin embargo, el momento álgido en su vida social y política llega el 14 de abril de 1931 con el advenimiento de la II República. Previendo que los tiempos que se avecinaban serían turbulentos, con gesto sereno, desde un balcón del Ayuntamiento se dirigió a una multitud que le pedía que no renunciase a su cargo: -Soy católico y soy monárquico. Por lo tanto, no puedo seguir en este puesto bajo el nuevo régimen, pues yo creo que el actual orden de cosas no puede traer a España el bienestar que anhela; antes se me antoja que ha de ser de nefastas consecuencias. Palabras demasiado claras como para ser olvidadas a pesar del lustro que transcurrirá hasta su asesinato.

Los reconocimientos y elogios fueron unánimes el día de su despedida, pudiendo leerse en los periódicos: “Activo, trabajador incansable, enamorado hasta el delirio del progreso moral y material de su amada ciudad, católico… como su santa madre y dispuesto al sacrificio de su salud y aún de su vida en bien de los ciudadanos…” La significación católica de van den-Brule fue patente a los ojos de la sociedad toledana. El Anuario Diocesano de 1930 recuerda que trabajó estrechamente, desde el pontificado del Cardenal Segura, con el Arzobispado, ejerciendo varios cargos: abogado consultor en la Curia Diocesana; secretario relator en el Tribunal Metropolitano; ejerce también como vocal en el Consejo Diocesano de administración.

Cuando estalla la guerra civil no cree necesario ni huir ni llevarse a los suyos, a pesar de que sus años de gobernante le han permitido conocer sobradamente las actitudes y corazones de los hombres. Desde la Alcaldía había favorecido especialmente a los más necesitados, siempre ayudando a todo el que se acerca a pedirle, no hizo nunca acepción de personas. Otro autor que ha escrito sobre el que fue alcalde de Toledo, Juan M. Delafuente, afirma que “no basta con decir que don Alfredo fue advertido por su cuñado -miembro del Consejo de Azaña- que se marchase a Francia, con sus parientes, como exculpando a la institución y dejando las atrocidades a los incontrolados y anarquistas. No, no me parece razonable, ni toda la verdad. ¿Que iba hacer van den-Brule, con siete hijos pequeños, sin medios, hombre de honor, íntegro? Don Alfredo le respondió a su cuñado que no huiría porque él no había hecho mal a nadie”. Cuando estalla la guerra se encuentra en su casa. Siguiendo el modo de proceder de las milicias marxistas, es detenido junto a su hermano y llevado a la Cárcel Provincial, donde permanece hasta la tarde-noche del 22 de agosto.

Como recuerda Sánchez Lubián “el 18 de julio de 1936, la familia van den-Brule se encontraba en su Cigarral de la Inmaculada, a los pies de la carretera de Piedrabuena. Unos días antes de comenzar el conflicto bélico, Joaquín Gómez de Llarena, cuñado de nuestro protagonista y miembro del Consejo de Azaña, les aconsejaba marcharse a Francia, aprovechando sus ascendentes familiares galos, pero Alfredo le respondía que él se quedaría en Toledo, donde todo el mundo le conocía y podría estar seguro, ya que jamás había hecho mal a nadie. ¡Qué ingenua temeridad! Poco después fue detenido y trasladado a la Prisión Provincial, ubicada en el antiguo Convento de Gilitos. A mediados de agosto, Joaquín confesó a su hermana que Azaña había dicho que detuvieran a Alfredo y lo trasladasen a la cárcel de Toledo, donde estaría más seguro ante posibles ataques de grupos incontrolados”.

Después de casi un mes pasado en la cárcel, tiene lugar la matanza del 22 al 23 de agosto. Un buen número de presos son conducidos al patio con el achaque de que los van a trasladar al penal de Ocaña. Maniatados de dos en dos, mientras don Alfredo está junto a su hermano José, los liberan inesperadamente. Cuando los dos hermanos llegan al cigarral, toda la familia considera verdaderamente milagrosa su liberación. Mientras comentan lo sucedido, de repente escuchan enmudecidos las repetidas descargas sobre los que, por engaño, creían ser trasladados a Ocaña y están siendo asesinados; se hallan lo suficientemente cerca como para que se adivine la masacre que los marxistas acaban de perpetrar. En silencio, calibran la grave situación por la que han estado a punto de pasar y cómo la Divina Providencia les ha librado de muerte segura.

El sábado 29 de agosto, es la fiesta de la degollación de San Juan Bautista, el mártir de la verdad. Son las 10,30 de la mañana y acaba de cesar el fuego sobre el Alcázar. Casi con el último estallido, a la par, comienzan a aporrear la puerta. Una docena de hombres de la F. A. I. se presentan enmascarados en el domicilio de don Alfredo van den-Brule y, sin más preámbulos, le ordenan que tiene que irse con ellos. Adivinando lo crucial del momento y la resolución de aquella invitación, antes de salir cae ante un crucifijo y comienza a rezar el acto de contrición, para ofrecer al Señor el sacrificio de su vida. Después, acercándose a su esposa, le encarga que cuide de sus hijos y de manera especial que siempre sean católicos y fervorosos. Como los enmascarados disimulan muy mal, hasta los más pequeños reconocen entre aquellos hombres a algunos de sus criados que a diario comen de su mesa. Viendo aquello, Don Alfredo dice a todos: “Tengo por el don más preciado de cuantos Dios me ha concedido el de la fe. Yo os emplazo a reuniros conmigo en el Cielo donde por la Misericordia divina espero estar en breve. Y juradme que perdonaréis a mis asesinos como yo los perdono, y si un pedazo de pan os dejo lo compartiréis con ellos y con sus hijos”.

Despidiéndose de sus hijos, se agacha para abrazarlos uno a uno: Inmaculada, Salud, Joaquín, Esperanza, Pilar, Dolores y José. Los pequeñines se arrojan a los pies de los verdugos para solicitar clemencia, pero estos los retiran a culatazos y, en medio de aquella dolorosa escena, salen para el lugar del suplicio. A las seis de la tarde de un caluroso 29 de agosto de 1936 caía fusilado el Siervo de Dios en las inmediaciones del Monasterio de San Juan de los Reyes de Toledo. Cinco años más tarde se pudo encontrar su cadáver en una fosa común de más de 30 personas porque se sabía que atada a la cintura del pantalón llevaba cosida una medalla de la Virgen del Recuerdo.