Cidad, P. Arecio

  

P. ARECIO CIDAD

Comunidad de Quintanar de la Orden (Toledo)

El P. Arecio Cidad Pérez nació en Villegas (Burgos) el 4 de junio de 1867. Sus padres fueron León y Martina. Se preparó en latín y otras materias para entrar en la Orden franciscana. Tomó el hábito franciscano el 16 de septiembre de 1884 en Pastrana (Guadalajara) y profesó allí de votos temporales en igual fecha del año siguiente. De 1885 a 1888 estudió los tres años de filosofía, el primero en Pastrana, el segundo en Arenas de San Pedro (Ávila) y el tercero en La Puebla de Montalbán (Toledo). Hizo su profesión solemne el 17 de septiembre de 1888 en Arenas de San Pedro, en donde cursó el primero de teología; el segundo y tercero los hizo en Consuegra (Toledo) hasta 1891.

Ese año salió para Filipinas y completó en Manila su formación con los cursos de moral. Fue ordenado sacerdote el 11 de junio de 1892. Fue nombrado coadjutor en la parroquia de Binangonan de Lampon. En 1896 fue párroco de Lucena y en 1897, de Guinayangan, ambos en la provincia de Tayabas. Allí le sorprendió la independencia filipina y tuvo que soportar prisión y traslado a distintas localidades, siempre a pie, con grandes penalidades y escasez de alimento. Fue liberado el 28 de febrero de 1900 con otros muchos, tras algo más de veinte meses de prisión. Quedó dos años en Manila. En 1903 reanudó su actividad parroquial en Polillo, donde permaneció unos doce o trece años. Desde 1916 fue párroco de Bay (La Laguna) En 1922 volvió a España.

En los tres años siguientes figura en tres conventos: Mayorga de Campos (Valladolid), Ávila y Arenas de San Pedro (Ávila). Volvió a los dos primeros entre 1926 y 1932. El Capítulo Provincial de 1935 le trasladó al de Quintanar de la Orden (Toledo), en donde permaneció hasta su martirio con toda la comunidad en 1936.

Era hombre pacífico y de gran bondad, querido por sus hermanos de hábito. Pensaba que la situación de España acabaría en persecución abierta contra la Iglesia y en la muerte de sacerdotes y religiosos.

Al empezar la guerra civil española, los ocho franciscanos de la comunidad de Quintanar de la Orden (Toledo) siguieron en su convento. El 21 de julio de 1936, les fue comunicada la orden de detención de parte del alcalde, orden que fue ejecutada por la tarde. Veinte milicianos y veinte milicianas los ataron con cordeles, de dos en dos, y los sacaron del convento. Todos los franciscanos iban con hábito. Entre burlas, los llevaron a la iglesia parroquial, convertida en prisión. Allí, les recluyeron en la capilla de la Virgen de los Dolores. Personas de la Orden Franciscana Seglar les llevaban de comer, pero no siempre se lo daban los milicianos. Estos blasfemaban delante de los religiosos, les insultaban y se burlaban de ellos, que lo soportaban en silencio. Como otros presos, los franciscanos también fueron maltratados. Alguna vez intentaron rezar en común, pero los vigilantes se lo prohibieron. Vivían en silencio y oración, preparándose al martirio.

En la noche del 25 al 26 de julio de 1936 sacaron de la iglesia a siete seglares, al P. Lorenzo Ayala y al Hno. Leocadio Polo. Hacia las 2,30 de la madrugada fueron fusilados los nueve junto a la carretera de Madrid, a poco más de un kilómetro de Quintanar, en el lugar llamado Las Canteras. El P. Ayala pidió a los verdugos que perdonasen a los padres de familia que tenían en prisión y confesó su fe con estas palabras: “Ha habido Dios, hay Dios y habrá Dios ¡Viva Cristo Rey! Los nueve fusilados fueron enterrados en el cementerio municipal.

Los demás franciscanos siguieron encarcelados. Al Hno. José Herrera le ofrecieron la libertad, pero él prefirió morir con sus hermanos, cosa que admiró a los milicianos, quienes decían que le iban a tener que matar sin querer. El 29 de julio fueron trasladados todos a la cárcel municipal. El 13 de agosto les mandaron quitarse el hábito y ponerse unos trajes pobres recogidos por el pueblo, burlándose de ellos cuando les vieron en ese atuendo. En la madrugada del 16 de agosto sacaron de la cárcel a los seis franciscanos, con tres sacerdotes y dos seglares. Los once fueron conducidos en un camión al cementerio de Quintanar y allí fusilados hacia las tres de la madrugada del 16 de agosto de 1936. El P. Camuñas dijo a los verdugos que los perdonaba. El P. Raimundo Mur gritó. ¡Viva Cristo! Sus cadáveres fueron enterrados en una fosa común del cementerio y trasladados posteriormente a la iglesia parroquial, donde permanecen.