Gallego, P. Ángel

  

P. ÁNGEL GALLEGO

Comunidad de Quintanar de la Orden (Toledo)

El P. Ángel Gallego-de-Lerma Fernández nació en Consuegra (Toledo) el 12 de abril de 1879. Sus padres fueron José María y María, que le bautizaron con el nombre de Zenón. Estudió tres años de humanidades con los franciscanos de su pueblo y pidió el ingreso en la Orden.

Tomó el hábito franciscano el 15 de agosto de 1894 en Pastrana (Guadalajara) y en ese convento profesó de votos temporales el mismo día de 1895, cambiando entonces su nombre por el de Ángel. De 1895 a 1898 estudió la filosofía, dos años en Pastrana y el tercero en La Puebla de Montalbán (Toledo), en donde hizo su profesión solemne el 15 de agosto de 1898. Desde ese año hasta 1902 estudió la teología en el convento de Arenas de San Pedro (Ávila). Fue ordenado sacerdote el 15 de marzo de 1902.

Ese mismo año fue enviado como profesor al colegio radicado en el convento de Almansa (Albacete). De 1910 a 1917 residió en el de Alcázar de San Juan (Ciudad Real), en el que fue discreto y vicario. Pasó después un trienio en Segovia, como Guardián y otro como vicario y Pro-Vicario General de las religiosas de la diócesis. De 1923 a 1926 fue Guardián del convento-teologado de Consuegra. Pasó al convento de Madrid en 1926 como Custodio (Vicario) Provincial tres años, y los tres siguientes como definidor. En 1932 fue enviado a Alcázar de San Juan. En 1935 fue nombrado Guardián de la comunidad de Quintanar de la Orden (Toledo), donde padeció el martirio con toda su comunidad el 16 de agosto de 1936.

Poseía buen carácter, hecho de sencillez, cordialidad y simpatía que ganaba a todos. Era ejemplo de fidelidad a sus deberes franciscanos y ejerció sus cargos con solicitud y caridad para con los encomendados a él.

Al empezar la guerra civil española, los ocho franciscanos de la comunidad de Quintanar de la Orden (Toledo) siguieron en su convento. El 21 de julio de 1936, les fue comunicada la orden de detención de parte del alcalde, orden que fue ejecutada por la tarde. Veinte milicianos y veinte milicianas los ataron con cordeles, de dos en dos, y los sacaron del convento. Todos los franciscanos iban con hábito. Entre burlas, los llevaron a la iglesia parroquial, convertida en prisión. Allí, les recluyeron en la capilla de la Virgen de los Dolores. Personas de la Orden Franciscana Seglar les llevaban de comer, pero no siempre se lo daban los milicianos. Estos blasfemaban delante de los religiosos, les insultaban y se burlaban de ellos, que lo soportaban en silencio. Como otros presos, los franciscanos también fueron maltratados. Alguna vez intentaron rezar en común, pero los vigilantes se lo prohibieron. Vivían en silencio y oración, preparándose al martirio.

En la noche del 25 al 26 de julio de 1936 sacaron de la iglesia a siete seglares, al P. Lorenzo Ayala y al Hno. Leocadio Polo. Hacia las 2,30 de la madrugada fueron fusilados los nueve junto a la carretera de Madrid, a poco más de un kilómetro de Quintanar, en el lugar llamado Las Canteras. El P. Ayala pidió a los verdugos que perdonasen a los padres de familia que tenían en prisión y confesó su fe con estas palabras: “Ha habido Dios, hay Dios y habrá Dios ¡Viva Cristo Rey! Los nueve fusilados fueron enterrados en el cementerio municipal.

Los demás franciscanos siguieron encarcelados. Al Hno. José Herrera le ofrecieron la libertad, pero él prefirió morir con sus hermanos, cosa que admiró a los milicianos, quienes decían que le iban a tener que matar sin querer. El 29 de julio fueron trasladados todos a la cárcel municipal. El 13 de agosto les mandaron quitarse el hábito y ponerse unos trajes pobres recogidos por el pueblo, burlándose de ellos cuando les vieron en ese atuendo. En la madrugada del 16 de agosto sacaron de la cárcel a los seis franciscanos, con tres sacerdotes y dos seglares. Los once fueron conducidos en un camión al cementerio de Quintanar y allí fusilados hacia las tres de la madrugada del 16 de agosto de 1936. El P. Camuñas dijo a los verdugos que los perdonaba. El P. Raimundo Mur gritó. ¡Viva Cristo! Sus cadáveres fueron enterrados en una fosa común del cementerio y trasladados posteriormente a la iglesia parroquial, donde permanecen.