Pérez Herráez, Eusebio-Nicéforo
EUSEBIO NICÉFORO PÉREZ HERRÁEZ
Coadjutor de la parroquia de Oropesa
Natural de Flores de Ávila, Eusebio Nicéforo nació el 15 de diciembre de 1890. Sus padres se llamaban Leandro Pérez y Serotina Herráez. Realizó los estudios eclesiásticos en el Seminario de Ávila, y en esta ciudad recibió la tonsura y las cuatro órdenes menores durante el año 1914. En este mismo año es ordenado de subdiácono, diácono y presbítero. Siendo ordenado sacerdote el 19 de diciembre. En febrero de 1915 fue nombrado cura ecónomo de Gallegos de Sobrinos (Ávila). Durante 1916, el 13 de abril, empieza a ejercer como cura regente en el pueblo abulense de Grajos (hoy San Juan del Olmo), pasando a ser ecónomo a finales de este mismo año. Ya en 1926, el 13 de junio, recibe el nombramiento de coadjutor de Candeleda (Ávila). Cinco años después, el 5 de diciembre, pasa a ser coadjutor de Valdeverdeja (Toledo). Era el año 1930. Finalmente, desde el 27 de marzo de 1931, desempeñará el cargo de coadjutor en la parroquia toledana de Oropesa, actuando también como capellán de las religiosas franciscanas concepcionistas. Así permanecerá hasta el 5 de agosto de 1936, fecha en la que recibe la palma del martirio.
Gregorio Sedano en su obra “Del martirologio de la iglesia abulense en 1936” publicada en 1941, nos relata el trágico final de nuestro protagonista. Es el 5 de agosto de 1936. Don Eusebio Nicéforo, está asistiendo al venerable párroco-arcipreste que está para morir. De pronto, los milicianos irrumpen en la casa rectoral. Don Nice, como le llaman cariñosamente en el pueblo, puede escapar por una puerta falsa, y aunque viste de paisano, una mujer llamada “La Macarena” lo delata, mientras grita a voz en cuello: “-Coged a ese, que es el cura de las monjas”. Sedano prosigue: “Le cogen, le quitan la chaqueta, le vacían los bolsillos y al comité. El comité está en el castillo, departamento de turismo: el parador. Antes de entrar aquí, un ratito en el patio de lidia, para que el populacho se desfogue. Le acorralan, le asaetean con blasfemias, con insultos soeces, se regodean augurándole la suerte del puerco en la matanza. La gente de fuera del castillo dirá que le están banderilleando; pero, con no ser exacto, es peor todavía, ya se ve, el tormento de aquel cuarto de hora.
Por fin, clamoreo general: -A colgarlo del balcón. Alguien, sin embargo, con gesto de obscena malicia propone otra condena: se acepta y la grita se amansa con aquiescencia de vil fruición. Se corre la voz: -A don Nice, lo van a pinchar. Poco después, del lugar más excusado del castillo, salían los pinchadores con regocijo impúdico; mientras que por el suelo y por el zócalo corrían hilillos de sangre. Mientras el mártir se va en ella, la parodia del sumario, la consabida ridícula calumnia de las listas de fascistas para hipócrita cohonestación del crimen ya perpetrado y del que se proyecta la consumación. Y, cuando muere con dolor el día, entre los alcornoques del próximo bosquete, el fusilamiento. Momentos más tarde, los comentarios entre vaso y copa del Bar del Parador. Están los milicianos contrariados, renegones: no pudieron hacerle contestar en el tormento a los malvados vivas con que le acuciaban a punzadas de cuchillo y a disparos de fusil.
¡Que había de gritarlos, imbéciles verdugos, si este mártir era de la casta de los que murieron en el Coliseo! Coliseo era el castillo; don Eusebio Nicéforo -hasta el nombre tiene sabor de tal-, uno de aquellos mártires que en el famoso anfiteatro encendieron el sol del cristianismo con el fuego de su sangre, el soplo de su oración de amor y el óleo de su consagración pontifical. ¡Este cuartito obscuro, ese castillo de Oropesa, truéquense pronto en basílica del mártir Eusebio Nicéforo!
Gregorio Sedano en su obra “Del martirologio de la iglesia abulense en 1936” publicada en 1941, nos relata el trágico final de nuestro protagonista. Es el 5 de agosto de 1936. Don Eusebio Nicéforo, está asistiendo al venerable párroco-arcipreste que está para morir. De pronto, los milicianos irrumpen en la casa rectoral. Don Nice, como le llaman cariñosamente en el pueblo, puede escapar por una puerta falsa, y aunque viste de paisano, una mujer llamada “La Macarena” lo delata, mientras grita a voz en cuello: “-Coged a ese, que es el cura de las monjas”. Sedano prosigue: “Le cogen, le quitan la chaqueta, le vacían los bolsillos y al comité. El comité está en el castillo, departamento de turismo: el parador. Antes de entrar aquí, un ratito en el patio de lidia, para que el populacho se desfogue. Le acorralan, le asaetean con blasfemias, con insultos soeces, se regodean augurándole la suerte del puerco en la matanza. La gente de fuera del castillo dirá que le están banderilleando; pero, con no ser exacto, es peor todavía, ya se ve, el tormento de aquel cuarto de hora.
Por fin, clamoreo general: -A colgarlo del balcón. Alguien, sin embargo, con gesto de obscena malicia propone otra condena: se acepta y la grita se amansa con aquiescencia de vil fruición. Se corre la voz: -A don Nice, lo van a pinchar. Poco después, del lugar más excusado del castillo, salían los pinchadores con regocijo impúdico; mientras que por el suelo y por el zócalo corrían hilillos de sangre. Mientras el mártir se va en ella, la parodia del sumario, la consabida ridícula calumnia de las listas de fascistas para hipócrita cohonestación del crimen ya perpetrado y del que se proyecta la consumación. Y, cuando muere con dolor el día, entre los alcornoques del próximo bosquete, el fusilamiento. Momentos más tarde, los comentarios entre vaso y copa del Bar del Parador. Están los milicianos contrariados, renegones: no pudieron hacerle contestar en el tormento a los malvados vivas con que le acuciaban a punzadas de cuchillo y a disparos de fusil.
¡Que había de gritarlos, imbéciles verdugos, si este mártir era de la casta de los que murieron en el Coliseo! Coliseo era el castillo; don Eusebio Nicéforo -hasta el nombre tiene sabor de tal-, uno de aquellos mártires que en el famoso anfiteatro encendieron el sol del cristianismo con el fuego de su sangre, el soplo de su oración de amor y el óleo de su consagración pontifical. ¡Este cuartito obscuro, ese castillo de Oropesa, truéquense pronto en basílica del mártir Eusebio Nicéforo!