Tejerizo Aliseda, Antonio
ANTONIO TEJERIZO ALISEDA
Párroco de Lagartera
Nació el 15 de diciembre de 1875 en Navaluenga (Ávila). Los padres de don Antonio fueron Eduardo y Tomasa. Habiendo realizado sus estudios eclesiásticos en el seminario abulense, recibió en Ávila la tonsura y las cuatro órdenes menores durante el año 1897. Al año siguiente es ordenado subdiácono, diácono. Finalmente se ordenó sacerdote el cuatro de junio de 1898. Con fecha de 1 de agosto de 1899 es nombrado cura regente de Navacepeda de Corneja (Ávila). Aquí permanece durante varios años. Hasta que fue nombrado cura ecónomo de Santo Domingo de las Posadas (Ávila) el 7 de noviembre de 1908. Algo más de un año después, el 14 de diciembre de 1909, pasa a ser ecónomo de Fuente el Sauz (Ávila).
Tres años después es trasladado, como párroco, a Narros de Saldueña (Ávila). Era el 19 de diciembre de 1912. Casi ocho años después, el 19 de julio de 1920, va de párroco de Lagartera (Toledo) el 16 de noviembre de 1925. Así pues, cuando estalló la guerra hacía once años que ejercía de párroco en Lagartera, pueblo de la provincia de Toledo, perteneciente por entonces a la diócesis de Ávila. Tenía 60 años y estaba enfermo. El 26 de julio, domingo, pudo aún celebrar la primera misa. Pero antes de la segunda, el mismo alcalde se presenta, diciéndole que recoja lo que quiera de la iglesia, y le entregue las llaves. Entonces, don Antonio sumió las Sagradas Formas: He podido consumir, dijo a su hermana Julita, ya no pueden cometer un sacrilegio con el Santísimo, sea lo que Dios quiera. Luego entregó el templo a la autoridad republicana, que lo saquearía a los pocos días, igual que el resto de los templos de la diócesis. La profanación de los templos se hacía no sólo destruyendo a hachazos y quemando verdaderas obras de arte, sino también entre bacanales sacrílegas.
En Lagartera pasearon procesionalmente en andas a una miliciana, remedando en su ignorancia a la diosa Razón de los revolucionarios franceses; y casaron litúrgicamente una imagen de Jesús con otra santa. Un claretiano, el Padre José Dueso, en una nota biográfica para una novena, recoge el testimonio de una carta que Don Antonio dirige a un compañero sacerdote: “Están furibundos todos estos (refiriéndose a los milicianos) esperando órdenes desde Madrid para ejecutar... y al cura el primero; ¡como vociferan por las calles! Difícilmente me libraré de la muerte pronta”.
Y dice más adelante:
“...a quien sin cesar pido fuerzas es a Dios para ser mártir ante Él, aunque no me canonicen. ¡Dichoso de mí si al morir me pudiera abrazar con Cristo, sin pasar por el Purgatorio! ¡Esta es mi mayor ansia y petición continua!” El párroco seguía enfermo en su casa, aterrorizado por lo que le contaban. El uno de agosto se presentó una turba para lincharle. Unos milicianos lo arrancaron del lecho metiéndole en un coche; mientras él decía: Dios mío, cualquier género de muerte que quieras darme la acepto desde ahora como venida de tu mano. Detrás sigue una camioneta con gente cantando el entierro del cura.
Le llevan al ayuntamiento de Calzada de Oropesa (Toledo), obligándole a bajar penosamente del coche. Vuelto al coche e iniciada de nuevo la marcha, cuando les parece a los milicianos, le obligan a descender del vehículo. Se encontraban en las proximidades de Navalmoral de la Mata (Cáceres). Comprendió que era llegada su última hora. Eran las nueve de la noche. Pidió unos momentos de silencio y en voz que todos oyeron pronunció esta plegaria:
“¡Dios mío! Yo te ofrezco mi vida por la salvación de España y por las almas de mis feligreses; perdono a los que me matan porque no saben lo que hacen”.
Aún pudo volverse hacia los asesinos diciendo:
“Yo también os perdono con todo mi corazón: tirad cuando queráis”.
Luego sonó una descarga que le dejó desfigurada la cabeza, y como aún se moviese le remataron con otra descarga, arrastrando después el cadáver a la próxima cuneta.
Tres años después es trasladado, como párroco, a Narros de Saldueña (Ávila). Era el 19 de diciembre de 1912. Casi ocho años después, el 19 de julio de 1920, va de párroco de Lagartera (Toledo) el 16 de noviembre de 1925. Así pues, cuando estalló la guerra hacía once años que ejercía de párroco en Lagartera, pueblo de la provincia de Toledo, perteneciente por entonces a la diócesis de Ávila. Tenía 60 años y estaba enfermo. El 26 de julio, domingo, pudo aún celebrar la primera misa. Pero antes de la segunda, el mismo alcalde se presenta, diciéndole que recoja lo que quiera de la iglesia, y le entregue las llaves. Entonces, don Antonio sumió las Sagradas Formas: He podido consumir, dijo a su hermana Julita, ya no pueden cometer un sacrilegio con el Santísimo, sea lo que Dios quiera. Luego entregó el templo a la autoridad republicana, que lo saquearía a los pocos días, igual que el resto de los templos de la diócesis. La profanación de los templos se hacía no sólo destruyendo a hachazos y quemando verdaderas obras de arte, sino también entre bacanales sacrílegas.
En Lagartera pasearon procesionalmente en andas a una miliciana, remedando en su ignorancia a la diosa Razón de los revolucionarios franceses; y casaron litúrgicamente una imagen de Jesús con otra santa. Un claretiano, el Padre José Dueso, en una nota biográfica para una novena, recoge el testimonio de una carta que Don Antonio dirige a un compañero sacerdote: “Están furibundos todos estos (refiriéndose a los milicianos) esperando órdenes desde Madrid para ejecutar... y al cura el primero; ¡como vociferan por las calles! Difícilmente me libraré de la muerte pronta”.
Y dice más adelante:
“...a quien sin cesar pido fuerzas es a Dios para ser mártir ante Él, aunque no me canonicen. ¡Dichoso de mí si al morir me pudiera abrazar con Cristo, sin pasar por el Purgatorio! ¡Esta es mi mayor ansia y petición continua!” El párroco seguía enfermo en su casa, aterrorizado por lo que le contaban. El uno de agosto se presentó una turba para lincharle. Unos milicianos lo arrancaron del lecho metiéndole en un coche; mientras él decía: Dios mío, cualquier género de muerte que quieras darme la acepto desde ahora como venida de tu mano. Detrás sigue una camioneta con gente cantando el entierro del cura.
Le llevan al ayuntamiento de Calzada de Oropesa (Toledo), obligándole a bajar penosamente del coche. Vuelto al coche e iniciada de nuevo la marcha, cuando les parece a los milicianos, le obligan a descender del vehículo. Se encontraban en las proximidades de Navalmoral de la Mata (Cáceres). Comprendió que era llegada su última hora. Eran las nueve de la noche. Pidió unos momentos de silencio y en voz que todos oyeron pronunció esta plegaria:
“¡Dios mío! Yo te ofrezco mi vida por la salvación de España y por las almas de mis feligreses; perdono a los que me matan porque no saben lo que hacen”.
Aún pudo volverse hacia los asesinos diciendo:
“Yo también os perdono con todo mi corazón: tirad cuando queráis”.
Luego sonó una descarga que le dejó desfigurada la cabeza, y como aún se moviese le remataron con otra descarga, arrastrando después el cadáver a la próxima cuneta.