Díaz-Corralejo Fernández, Teógenes


TEÓGENES DÍAZ-CORRALEJO FERNÁNDEZ

Capellán de las Concepcionistas de Escalona de Alberche
Nació don Teógenes en Lucillos en 1880. Estudió en nuestro seminario de Toledo hasta el año 1903, en que fue ordenado sacerdote. Después de breve estancia como coadjutor sucesivamente en Guadalupe, Los Yébenes y Pueblanueva, la obediencia le llevó a Escalona, donde había de permanecer el resto de su vida fecunda como coadjutor también y capellán de las religiosas concepcionistas franciscanas. La sonrisa vibró siempre en sus labios. Y en su alma sencilla floreció la alegría, iluminando, como cascadas de luz, nuestras calles y plazas. Su vida fue escondida. Escondida con Cristo en Dios. Pero con reverberos de caridad exquisita para con los pobres, los atribulados y los enfermos”. Don Eugenio Pinel Jiménez, coronel retirado de Aviación, que contaba 4-5 años y junto al Siervo de Dios recibió las primeras enseñanzas. Esto es lo que escribió sobre lo vivido junto a él.

“Era don Teógenes bajo de estatura, de ancha y gran complexión, ligero en el andar, mirada penetrante, rostros sonriente (como ya recordaba la semana pasada don Feliciano Villa), carácter afable y bondadoso…. Buen madrugador, el capellán de las Concepcionistas, daba comienzo a su actividad diaria muy de mañana, pasando a la iglesia del Convento, en cuyo patio disponía de una sencilla residencia, junto con un pequeño huerto cultivado esmeradamente por su propio padre y a quienes, al igual que a su madre, cuidaba su prima Catalina. Ya en la iglesia, tras atender las necesidades espirituales de la Comunidad, se situaba en el confesionario, en donde, entregado a la oración y a la meditación, esperaba la llegada de cuántos precisaban del perdón divino. Próxima a la hora de la celebración de la Santa Misa, se trasladaba a la sacristía en la que, muy en silencio y con profundo recogimiento, en tanto pronunciaba las preces correspondientes, se revestía con los ornamentos sagrados. Ya en el altar, parecía transformarse. Las oraciones al pie del altar, las lecturas o el acto de profesión de fe, lo pronunciaba todo con tanta precisión y exactitud, como devoción sentida. En el momento de la consagración y hasta la Comunión era tal su fervor y entrega que daba la impresión de estar en éxtasis. Contaba su prima Catalina que, era tal su devoción eucarística, que en las noches de los jueves, pasaba largas horas ante el Sagrario de la iglesia. Tras finalizar la Santa Misa, después de su acción de gracias ante Jesús Sacramentado, don Teógenes se iba a su casa, en cuyo portal, después de un sencillo desayuno, se dedicaba a la enseñanza. Por la tarde, tras un breve descanso y rezar el Oficio divino, este sacerdote ejemplar se entregaba a su tarea pastoral”. Continúa relatando don Eugenio Pinel que “no había tarde que no dedicase un tiempo a visitar a los enfermos. Y muy especialmente a aquellos que precisaban de algún consejo espiritual. Podemos afirmar, sin temor a equivocarnos, que no hubo enfermo alguno en aquella época que no hubiera recibido de sus manos los últimos auxilios espirituales. Muchas veces, a los que consideraba muy necesitados, les proporcionaba alguna modesta ayuda económica para medicinas o lo que les fuera preciso. Su colaboración en la vida parroquial, junto al Siervo de Dios Mariano Cediel, era total: en el confesionario, en las fiestas solemnes, en los oficios de difuntos, viáticos, catequesis… Así era don Teógenes Díaz-Corralejo Fernández: un sacerdote ejemplar. Un excelente maestro y un admirable pastor: hombre de caridad, diligente, bondadoso y rebosante de amor para unos y otros. Un pastor, cuidador de sus “ovejas”. Y un sacerdote, cuyo ideal no era otro que “amar y seguir a Cristo” sirviendo al prójimo con todas las fuerzas de su corazón.

Veintisiete años permaneció en Escalona haciendo el bien sin fatiga, ni cansancio alguno. Y más hubiera estado si el Señor, en sus inescrutables designios, no le hubiera escogido entre sus elegidos para que, una vez más, diera testimonio de Él ante nosotros con su sangre y su muerte. Como ya se dijo, el Siervo de Dios era el capellán de las religiosas Concepcionistas Franciscanas. El Monasterio de la Encarnación había sido erigido en 1510 tenía en ese momento 14 religiosas. Dos religiosas tienen incoado su proceso por la Archidiócesis de Madrid. Se trata de las Siervas de Dios Sor María de San José Ytoiz, Abadesa de la Comunidad desde 1911 y su Vicaria, Sor Asunción Pascual Nieto. El Siervo de Dios, como capellán, se encargaba de la atención espiritual de la Hermandad de la Purísima Concepción (creada en 1713 y que tenía 200 hermanos); de la Congregación del Sagrado Corazón (190 asociados) y de la V.O.T. de San Francisco de Asís (20 hermanos), cuya tres instituciones tenían su sede en las Concepcionistas.

El 18 de julio de 1936 al iniciarse la Guerra Civil, don Teógenes se mantiene en Escalona. Sabía que sus hijos espirituales no le harían daño alguno. Todos lo respetaban y querían. A pesar de ello, uno o dos días después es obligado -igual que las religiosas concepcionistas- a abandonar su residencia, pasando con su familia al domicilio de la familia Pinel, cuyos miembros, con la debida discreción, lo acogieron con todo cariño. El Capellán fue a despedirse de su Comunidad, custodiada ya por los milicianos. Las religiosas se encontraban fuertemente impresionadas, alguna incluso asustada y sin poder contener las lágrimas. Y es él quien una vez más, como padre espiritual, levanta sus ánimos al decirles con gran energía: “Nada de llorar. He llegado la hora de demostrar que somos soldados de Cristo”. Ya en la casa de los Pinel, don Teógenes firmemente convencido que ha llegado su final, se entrega a la oración constante, acepta (en algún momento también mostrando su debilidad por la tensión vivida) ofrecer su vida por Dios y por España. Solo un sencillo y frugal alimento y alguna breve conversación con los miembros de la familia, interrumpe su constante comunicación con Dios.

30 de julio de 1936. Son las cinco de la tarde aproximadamente. A la puerta del domicilio, donde se encuentra refugiado el coadjutor de la Parroquia, llegan unos coches con frentepopulistas armados. Se bajan de los vehículos. En la calle varios de ellos apuntan con sus fusiles hacia los balcones y ventanas. Otro hace sonar fuertemente el picaporte de la puerta principal. En ese momento, sale la señora de la casa, doña Olegaria, que abre la puerta y, después de recriminarles fuertemente, cae al suelo, desvanecida por el susto, viéndose encañonada por las armas. Tras el enfrentamiento de doña Olegaria con los milicianos, y mientras alguien de la familia la estaba atendiendo, su esposo don Eugenio Pinel sale del despacho. Al preguntarle un miliciano “si era él el cura”, don Teógenes, que venía tras él, afirma con voz serena y tranquila: “El cura soy yo. ¿Qué pretendéis?” Al decirle que venían en su busca para que les acompañase a prestar declaración, él se dirige al perchero en busca de su boina. Y al no encontrarla, es urgido por los milicianos para que se diera prisa. Y es entonces cuando pronuncia aquella hermosa frase que quedaría grabada en la mente de los hijos de Escalona: “¡Calma, les dice, calma! Yo las cuentas de los hombres ya las tengo liquidadas. Sólo me queda una con Dios. Y ahora voy a liquidarla”. Catalina, su prima, se quedó repitiendo entre sollozos: “Corazón agonizante de Jesús, tened misericordia de los agonizantes”. Don Teógenes, cubierta su cabeza, tras despedirse y agradecer tanta bondad a aquella familia, y mientras su prima pronunciaba jaculatorias a la Virgen y al Sagrado Corazón, penetra en el coche, donde se encuentra con el Siervo de Dios Mariano Gómez Cediel, párroco de Escalona, detenido anteriormente en casa de la familia Rico. Y ya prisioneros de aquellos hombres armados, emprenden el camino hacia el lugar de su ejecución, próximo a Maqueda (Toledo). Comenzaba en aquel momento el vía crucis, mientras rogaba al Padre Eterno “que apartase de él aquel cáliz, si bien se hiciera su voluntad”. A la par, animaba a don Mariano, recordándole que muy pronto estarían ante el Juez Supremo.

Llegados a las inmediaciones de Maqueda, después de dirigir a sus captores y asesinos palabras de perdón, caían fulminados por balas asesinas. Antes de caer le restaba dar la última lección. Como viera que los milicianos disparaban sin previo aviso a su párroco en las piernas y por la espalda, nuestro mártir les increpó con valentía: “¡Cobardes; así no se mata a un hombre; antes se le avisa!”. Poco tiempo después presentaba él su cuerpo sin resistencia alguna. Era el 30 de julio de 1936.

En Maqueda recibieron sepultura los dos sacerdotes, hasta que, pasados algunos años, fueron exhumados y trasladados los restos de don Mariano Gómez a su pueblo natural y los de don Teógenes a la iglesia conventual de Escalona, a cuyo sepultura se acercan sus hijos espirituales, convencidos de su santidad, para solicitar su intercesión ante el Señor.