Martín Verdugo, Juan

  

JUAN MARTÍN VERDUGO

Presidente de la cofradía de San Antonio de Navalperal de Pinares
Arriba se ha hecho referencia a la situación que vive la comunidad cristiana de Navalperal de Pinares en el verano de 1936. Allí se editaron varios impresos de la izquierda española, como el periódico Avance, órgano del Primer Regimiento de Milicias Populares, Columna Manglada; y fue desde primera hora objetivo ideológico de los movimientos que promovían la desaparición de cualquier rescoldo de fe cristiana.

El día 23 de julio, a los 60 años de edad, había muerto en este pueblo el protomártir de la clerecía abulense contemporánea, su párroco, don Basilio Sánchez García, por lo que no podía augurarse un destino diferente para quienes se hubiesen señalado como seguidores del Príncipe de los Mártires.

Juan Martín Verdugo había nacido en este mismo pueblo de Navalperal el 10 de enero de 1873. Desde niño, sus padres Ventura y Felipa, le habían enseñado a amar cuanto tiene que ver con Dios. Acudía con afecto a la eucaristía, donde asistía al párroco como monaguillo. Con el tiempo, llegó a ser presidente de la cofradía de San Antonio y miembro de la cofradía del Señor, o de la Minerva, como se conocía en los pueblos de Castilla. Nunca ocultó su condición de ferviente católico, cuya talla tendría ocasión de dar años más tarde.

Juan contrajo matrimonio con la hermana del sacerdote, luego mártir, don Antonio Tejerizo Aliseda, llamada María Reyes, con quien tuvo siete hijos: Tomasa, Jesús, Ventura, María de los Remedios y Juan José, además de Ventura y Amparo, la primogénita, que murieron muy pronto. A todos ellos les inculcaron los más nobles ideales de la fe cristiana. Con esfuerzo, habían conseguido reunir una pequeña hacienda ganadera, con la que pudieron ayudar a los más necesitados del pueblo, a veces a través de la mediación del párroco, para que todo quedara en secreto.

En julio de 1936, definitivamente se puso a prueba su fe y, junto a sus hijos Jesús y Ventura, tuvo ocasión de dar la medida de su pertenencia a Dios y a su causa. Y bien que la dieron. El 23 murió don Basilio, a quien ultrajaron de mil maneras antes de fusilarlo y dejarlo tirado en la calle varios días para que fuera pisado por los milicianos. Al día siguiente, le tocó el turno a la familia de Juan. Tomasa no estaba en el pueblo, por lo que no murió entonces. María de los Remedios, de 13 años, y Juan Jesús, de 11, parecieron demasiado pequeños para los que venían reclamándoles la vida. Juan, de 63 años, Jesús, de 23, y Ventura, de 20, sí que la entregaron en aquella ocasión como ofrenda para el Rey de los Mártires.

“No hubo manera de que dijeran ¡viva Rusia y muera Cristo! –comentaron los milicianos aquellos días en el pueblo-. Cuanto más les pegábamos más gritaban ¡viva Cristo Rey!” Montados en una furgoneta, van pegando a los chicos en la boca con la culata de los fusiles para que el padre blasfeme. No lo consiguen, sólo una nueva invocación: ¡viva Cristo Rey!, que se había convertido en el santo y seña de tantos mártires católicos en la convulsa España de los años 30. Malheridos, casi sin dientes, llegaron a la tapia del cementerio. Allí son fusilados al mismo grito: ¡viva Cristo Rey! Ni un reproche, ni un insulto, sólo cabe la aceptación más sincera de la voluntad de Dios para su vida. Era el 24 de julio de 1936.

Sus cuerpos, quemados con gasolina, permanecieron tirados entre el cementerio y la carretera del Hoyo de Pinares casi tres meses. Hoy, en su tumba del cementerio de Navalperal, donde apenas hay sitio ni tierra, ha nacido un rosal inmenso, más que frondoso, de un rojo verdaderamente intenso, memoria de una entrega generosa, confiada; testigo de una sangre que grita que, en esta tierra y en el cielo, sólo hay un Rey y Señor; convencido de que no hubieran muerto si hubiesen renunciado a su fe.