Martín Tejerizo, Ventura
VENTURA MARTÍN TEJERIZO
Trabajador
Ventura había nacido en Navalperal de Pinares el 18 de febrero de 1916. Entre otras ocupaciones, atendía el ganado en el campo. Todos los hijos de Juan eran conocidos en el pueblo por su piedad, que no abandonaron nunca a pesar de los insultos que tuvieron que soportar por ello a partir de 1931.
En julio de 1936, junto a su padre, Juan, y a su hermano, Jesús, tuvo ocasión de dar la medida de su pertenencia a Dios y a su causa. Ventura, de 20 años, entregó su vida como ofrenda para el Rey de los Mártires.
“No hubo manera de que dijeran ¡viva Rusia y muera Cristo! –comentaron los milicianos aquellos días en el pueblo-. Cuanto más les pegábamos más gritaban ¡viva Cristo Rey!” Montados en una furgoneta, van pegando a los chicos en la boca con la culata de los fusiles para que el padre blasfeme. No lo consiguen, sólo una nueva invocación: ¡viva Cristo Rey!, que se había convertido en el santo y seña de tantos mártires católicos en la convulsa España de los años 30. Malheridos, casi sin dientes, llegaron a la tapia del cementerio. Allí son fusilados al mismo grito: ¡viva Cristo Rey! Ni un reproche, ni un insulto, sólo cabe la aceptación más sincera de la voluntad de Dios para su vida. Era el 24 de julio de 1936.
Sus cuerpos, quemados con gasolina, permanecieron tirados entre el cementerio y la carretera del Hoyo de Pinares casi tres meses. Hoy, en su tumba del cementerio de Navalperal, donde apenas hay sitio ni tierra, ha nacido un rosal inmenso, más que frondoso, de un rojo verdaderamente intenso, memoria de una entrega generosa, confiada; testigo de una sangre que grita que, en esta tierra y en el cielo, sólo hay un Rey y Señor; convencido de que no hubieran muerto si hubiesen renunciado a su fe.
En julio de 1936, junto a su padre, Juan, y a su hermano, Jesús, tuvo ocasión de dar la medida de su pertenencia a Dios y a su causa. Ventura, de 20 años, entregó su vida como ofrenda para el Rey de los Mártires.
“No hubo manera de que dijeran ¡viva Rusia y muera Cristo! –comentaron los milicianos aquellos días en el pueblo-. Cuanto más les pegábamos más gritaban ¡viva Cristo Rey!” Montados en una furgoneta, van pegando a los chicos en la boca con la culata de los fusiles para que el padre blasfeme. No lo consiguen, sólo una nueva invocación: ¡viva Cristo Rey!, que se había convertido en el santo y seña de tantos mártires católicos en la convulsa España de los años 30. Malheridos, casi sin dientes, llegaron a la tapia del cementerio. Allí son fusilados al mismo grito: ¡viva Cristo Rey! Ni un reproche, ni un insulto, sólo cabe la aceptación más sincera de la voluntad de Dios para su vida. Era el 24 de julio de 1936.
Sus cuerpos, quemados con gasolina, permanecieron tirados entre el cementerio y la carretera del Hoyo de Pinares casi tres meses. Hoy, en su tumba del cementerio de Navalperal, donde apenas hay sitio ni tierra, ha nacido un rosal inmenso, más que frondoso, de un rojo verdaderamente intenso, memoria de una entrega generosa, confiada; testigo de una sangre que grita que, en esta tierra y en el cielo, sólo hay un Rey y Señor; convencido de que no hubieran muerto si hubiesen renunciado a su fe.