Muñoz Parra, Faustino
FAUSTINO MUÑOZ PARRA
Obrero
Nació, en Barajas de Melo, Cuenca, en el año 1891. Estaba casado con Magdalena Escribano Palomar. Tenía dos hijos: Clemente y Manuel.
Don Faustino, cafetero de oficio. Era una persona ejemplar en todos los órdenes, católico práctico, confesando siempre a Cristo. Toda su vida estuvo encaminada a servir a Dios y al prójimo; su mayor interés consistía en dar limosna a los pobres y hacer favores a todo el pueblo. Quería que su esposa e hijos no negaran nada a los pobres y que les compraran todo lo que les ofrecían, aunque no les sirviera para nada. Era muy delicado en la forma de hacer la caridad, distinguiendo y respetando siempre a las personas y familias. De los seis hijos que tuvo en el matrimonio, cuatro se les murieron entre los seis y ocho años, y ¡Con qué paciencia y vigilancia llevaba la enfermedad de sus hijos!; y luego, ¡Con qué resignación en la muerte, ayudándoles a pronunciar los nombres de Jesús y María...y cerrándoles él mismo los ojos!
Su esposa decía que, desde que llegó la República, empezó a acrisolarse en su apostolado. A su familia la instruía en las cosas santas y les alentaba a morir antes que negar que eran católicos. Cuando vio por las calles revestidos con ornamentos sagrados a los profanadores de la Iglesia, que iban destrozando la Custodia y el Palio y mofándose de la religión, corrió a su casa, se encerró en ella, se puso de rodillas en cruz y rezo veinte Avemarías, para que el Señor les perdonara porque no sabían lo que hacían.
Al enterarse del asesinato de los sacerdotes, pensó que a él también lo matarían y le decía a su esposa que estaba pidiendo al Señor morir por Él... Si se lo concedía, es que lo merecía, con lo cual no debía de afligirse. Le dijo que no se preocupara de su cadáver, porque era materia; ya que lo importante era morir bien. También le dijo no sufrieran ni ella ni los chicos, y que no los llevara a la escuela roja, que les recordara la existencia de Dios para que no lo olvidaran, y que no les permitiera que blasfemasen.
Pronto le llegó la persecución por su fe. Cierta noche se le presentaron en su casa unos milicianos para que los convidara. Le dijeron que si blasfemaba con ellos no le pasaría nada; entonces él les mostró su pecho abriendo la camisa y les dijo: “Me podéis matar porque yo no blasfemo por nada ni por nadie... Tengo sólo una vida, pero aunque tuviera cuarenta, podéis disponer de ella porque lo que pretendéis nunca lo conseguiréis de mí...”. Murió asesinado el día 23 de octubre de 1936 en Cuenca, por ser un buen creyente y por odio a la fe católica.
Don Faustino, cafetero de oficio. Era una persona ejemplar en todos los órdenes, católico práctico, confesando siempre a Cristo. Toda su vida estuvo encaminada a servir a Dios y al prójimo; su mayor interés consistía en dar limosna a los pobres y hacer favores a todo el pueblo. Quería que su esposa e hijos no negaran nada a los pobres y que les compraran todo lo que les ofrecían, aunque no les sirviera para nada. Era muy delicado en la forma de hacer la caridad, distinguiendo y respetando siempre a las personas y familias. De los seis hijos que tuvo en el matrimonio, cuatro se les murieron entre los seis y ocho años, y ¡Con qué paciencia y vigilancia llevaba la enfermedad de sus hijos!; y luego, ¡Con qué resignación en la muerte, ayudándoles a pronunciar los nombres de Jesús y María...y cerrándoles él mismo los ojos!
Su esposa decía que, desde que llegó la República, empezó a acrisolarse en su apostolado. A su familia la instruía en las cosas santas y les alentaba a morir antes que negar que eran católicos. Cuando vio por las calles revestidos con ornamentos sagrados a los profanadores de la Iglesia, que iban destrozando la Custodia y el Palio y mofándose de la religión, corrió a su casa, se encerró en ella, se puso de rodillas en cruz y rezo veinte Avemarías, para que el Señor les perdonara porque no sabían lo que hacían.
Al enterarse del asesinato de los sacerdotes, pensó que a él también lo matarían y le decía a su esposa que estaba pidiendo al Señor morir por Él... Si se lo concedía, es que lo merecía, con lo cual no debía de afligirse. Le dijo que no se preocupara de su cadáver, porque era materia; ya que lo importante era morir bien. También le dijo no sufrieran ni ella ni los chicos, y que no los llevara a la escuela roja, que les recordara la existencia de Dios para que no lo olvidaran, y que no les permitiera que blasfemasen.
Pronto le llegó la persecución por su fe. Cierta noche se le presentaron en su casa unos milicianos para que los convidara. Le dijeron que si blasfemaba con ellos no le pasaría nada; entonces él les mostró su pecho abriendo la camisa y les dijo: “Me podéis matar porque yo no blasfemo por nada ni por nadie... Tengo sólo una vida, pero aunque tuviera cuarenta, podéis disponer de ella porque lo que pretendéis nunca lo conseguiréis de mí...”. Murió asesinado el día 23 de octubre de 1936 en Cuenca, por ser un buen creyente y por odio a la fe católica.