Vicente Vélez, Petronilo

  

PETRONILO VICENTE VÉLEZ

Cuerpo de Capellanes de Prisiones
Había nacido en Portalrubio de Guadamejud el 31 de mayo de 1872. Sus padres eran Pablo Vicente Saiz y Mauricia Vélez Mateo. Sus hermanos Leandro y Martina. De 1882 a 1895 estudió en el Seminario de Cuenca hasta que el 30 de marzo de 1895 fue ordenado de sacerdote. El día 1 de julio de 1897 tomó posesión de la parroquia de Moncalvillo y el 18 de febrero siguiente ingresó, por oposición, en el Cuerpo de Capellanes de Prisiones, desempeñando su cargo sucesivamente en Gerona, Tarragona, Chinchilla y, finalmente, desde el 6 de marzo de 1912, en Cuenca, donde la República lo dejó cesante el 31 de agosto de 1931. Don Petronilo fue un sacerdote celosísimo, ejemplar, muy culto y estudioso.

En el desempeño de su ministerio sacerdotal resplandecieron siempre las virtudes de que el alma de D. Petronilo estaba ricamente adornada. Fue celoso e infatigable en la enseñanza de la doctrina cristiana en las parroquias y en las cárceles. Su misericordia y su caridad con los pobres y los reclusos no tenía límites: daba todo lo que tenía, hacía cuantos favores estaban a su alcance y vertía su corazón entero hasta en los casos de la mayor abyección humana. Bondadoso y apacible por el domino de su carácter, su paciencia no se agotaba ni se alteraba. La piedad sacerdotal y las virtudes eran en este sacerdote el fruto de la gracia divina y de la educación recibida en el hogar de subvenidita madre, cuya memoria siempre veneró con gran fervor, mas también eran fruto de su esfuerzo personal constante.

En sus sermones y conversaciones con los reclusos tendía siempre a regenerar sus almas y a santificar sus dolores con la caridad y la gracia. En un sermón dijo textualmente estas hermosas palabras: “Yo, sacerdote de Dios, venido a las prisiones, os amo con el amor de la Divina Misericordia, que a ellas me trajo para derramar en estas casas los consuelos de la fe católica. No puedo desatar las opresoras ligaduras de la justicia humana que aquí os retienen, aunque sí convertirlas en fruto de contrición y de virtudes. El “ric-rac” de esos cerrojos me estremece, y al Señor ofrezco cuanto sufrís, y me espanta la sola idea de que a la cautividad unáis, ¡infelices!, la escasez de ideas religiosas…”.

Don Petronilo era un buen sociólogo, quien desde su juventud se dio cuenta de los males históricos de su época y de la dificultad de aplicar remedios eficaces. La predicación, la catequesis, la prensa, el apostolado individual, todo debía ser empleado por todos en la lucha contra el liberalismo, calificado por él como el mayor mal de la Historia y la herejía más funesta de todos los tiempos. Contra el liberalismo empuñó su bien tajada pluma, la cual, con estilo sencillo y brillante a la vez, publicó en Barcelona, el año 1906, un interesante folleto titulado “Realidades” que descubre su alma, su cultura, su amor a la Iglesia y su inmenso patriotismo, como aparece ya en las siguientes palabras de la dedicatoria: “Estamos en los tiempos de las persecuciones. La Iglesia española sufre. Yo, el último de sus sacerdotes, lloro las desdichas de mi patria y salgo a la lid, en defensa suya, contra los enemigos de Dios.” Por su interés, creemos conveniente transcribir las siguientes líneas con que termina el folleto citado y alabado: “Cuando la piedad de mi prelado me invistió las sagradas órdenes, recordé, de rodillas ante Dios, las primeras palabras que oí de mi amorosa y bendita madre: ¡Hijo mío! Sé muy bueno, que la Virgen te querrá mucho. Y aquella buena mujer signó mi frente con la señal del cristiano, la Santa Cruz. “Por fortuna, no olvidé jamás que la Cruz era mi destino. Y a la Cruz me debo, que si mi madre, desde la bienaventuranza beatífica, mis palabras oye, yo la digo desde lo más recóndito de mi corazón: ¡Madre mía! Soy sacerdote; la Cruz, cuyo signo hermoso sellaste santísimas veces en la frente de este hijo tuyo, sobre mi pecho se descubre; si por ella y en ella hubiere de perder la vida temporal, ofrezco a Dios el sacrificio de mi vida. Tú me enseñaste a ser cristiano, y en defensa de Dios y de su Iglesia santa publico “Realidades”, porque realidad muy triste es que los tiempos del Gólgota se aproximan, y yo quisiera morir abrazado a la Cruz de mi Señor”.

Y Dios le concedió en la vejez, después de una vida llena de méritos, la muerte gloriosa del martirio. Al estallar la Guerra Civil española estaba don Petronilo en Cuenca, de donde marchó a su pueblo natal el día 29 de julio de 1936 creyendo que allí, con su familia, estaría más seguro y podría esconderse con más facilidad. Antes de salir de Cuenca escribió en el manuscrito de un libro también titulado “Realidades” estas palabras que indican su presentimiento de una muerte próxima: “Termino, lectores, invitándoos a que en estos días calamitosos ofrezcamos nuestra vida a Dios por la salvación de nuestra querida Patria. A. M. D. G.”: a mayor gloria de Dios.

Refugiado en Portalrubio de Guadamejud (Cuenca), sus familiares lo escondieron en un lugar donde sólo tenía el libro de rezo y un crucifijo, pasando los días resignado y contento con la voluntad divina en la oración y unión con Dios. Allí supo que los rojos habían asaltado la iglesia del pueblo, tiroteando el altar mayor, quemando todos los altares e imágenes y saliendo luego por la calle revestidos sacrílegamente con los ornamentos sagrados. Allí oraba por España y se preparaba para el martirio, que esperaba con mucha seguridad. “No hay más remedio—decía—que resignarse y aceptar al muerte que Dios nos envíe”. Un día salió del escondite a la habitación y contó que había tenido una visión: “En la pared de enfrente veía un rostro como el de Cristo Rey, y debajo, alrededor, mártires como los de Zaragoza… Y en la frente de uno de ellos había dos agujeros como de dos tiros… Y digo yo: ¿Si seré yo ese?...”

De Huete y Tarancón fueron unos treinta milicianos armados de fusiles y con gran estruendo a registrar la casa donde estaba oculto. Allí dispararon muchos tiros para atemorizar a los familiares y evitar que nadie se defendiera. Al encontrarlo, a eso de las diez de la mañana, con su libro y el crucifijo resignado y sereno, redoblaron los milicianos “los tiros, las blasfemias y los rugidos por su triunfo”. Y allí mismo ataron con una cuerda las manos a D. Petronilo a quien maltrataron de obra y de palabra sin cesar ya hasta el momento de su muerte.

Las doce horas que pasaron entre la prisión y la muerte le hicieron sufrir un martirio horrible. En un momento de sed devoradora pidió un vaso de agua y le respondieron: “Gasolina te vamos a dar”; y le echaron un vaso de vino por la cabeza, pero en todo el día no le dieron una gota de agua. Le pusieron en la cabeza un sombrero por burla y lo llevaron descalzo a todas partes; entre blasfemia se insultos le daban vergajos y bofetadas; en las yemas de los dedos, entre uña y carne le clavaban alfileres… Cuando lo llevaban al campo para asesinarle, un miliciano iba delante ladrando como un perro y de vez en cuando retrocedía corriendo y se echaba encima del anciano sacerdote mártir; y también entonces los otros milicianos redoblaban sus escarnios, sus blasfemias e insultos. Le hicieron subir por una cuesta a fuerza de golpes aunque por los sufrimientos y la vejez iba ya medio muerto, cubierto del sudor de la agonía, lleno de heridas, sin comer ni beber, después de un día de tormentos indecibles.Por el camino les decía que les perdonaba, pero ellos se enfurecían más y de nuevo le maltrataban. “Yo en política no me he metido; pero católico soy y así muero”. Querían los milicianos que blasfemara y él respondía: “Yo eso nunca lo hice y antes quiero morir que hacerlo”. Le mandaban cantar canciones deshonestas y replicaba: “Yo no sé esas cosas”. Por fin le dijeron que se cantar el entierro, y cantándose el Miserere y algunas antífonas de las Exequias llegó al lugar elegido por los milicianos para su muerte. Allí le mandaron ponerse de rodillas; él obedeció y dijo de nuevo que les perdonaba todo el mal que le habían hecho. Y mientras así halaba recibió diecisiete tiros y diez puñaladas. Después de muerte, un miliciano le disparó en la frente dos tiros cuyos agujeros se destacaban notablemente como había visto en la oración y llamaron mucho la atención de todos. En el lugar del martirio quedó una mancha de sangre que no desaparecía. Murió asesinado el día 31 de agosto de 1936 a las diez y media de la noche en el término de Villalba del Rey.