Sáiz Rabadán, Eduardo

  

EDUARDO SÁIZ RABADÁN

Párroco de Sisante
Nació, en Sisante, Cuenca, el día 19 de julio de 1869. Tenía dos hermanas llamadas Matilde y Ángeles, que le ayudaron mucho en su vida. Estudió en el Seminario de Cuenca recibiendo el Sagrado Orden Sacerdotal el año 1892. El primer oficio parroquial que recibió fue el de Regente de Casas de Fernando Alonso, pasando a Ecónomo de Valdeganga en 1903 y Cura Párroco de Casas de Guijarro el año 1910, siendo trasladado en 1920 a Sisante, donde pasó todo el resto de su vida, hasta que fue asesinado el año 1936.

Sisante era un pueblo muy religioso; pero al iniciarse la guerra, milicianos armados, venidos de fuera, se adueñaron del pueblo. Con todo, se continuó celebrando el culto, hasta que el uno de agosto de 1936, Sisante fue invadido por los milicianos venidos de Madrid. Al ver el templo parroquial, comenzaron a decir: “¿Pero qué hace esta Iglesia sin quemar?... ¡Poco va a durar!”. Así fue. Al poco rato irrumpieron en la iglesia y arrancaron el sagrario, profanando el Santísimo Sacramento y los vasos sagrados que lo guardaban, llevándose las formas consagradas, dando pruebas que eran perseguidores de Dios y de la Religión Católica, ya que comenzaron por lo principal que allí había. Poco después, comenzaron a sacar las imágenes de los santos a la plaza contigua, donde les prendieron fuego. Lo mismo hicieron con el convento y ermita de Nuestro Padre Jesús Nazareno.

Casi al mismo tiempo, D. Eduardo, que era sacerdote de conducta intachable y de vida ejemplar, muy querido por sus paisanos, apenas iniciada la Guerra Civil y la violenta persecución religiosa, sin respeto a su carácter sagrado, ni a su avanzada edad, ni a su delicada salud, fue maltratado y atropellado, hasta el extremo de dejarlo maltrecho y sin poderse mover del lecho. Diariamente le visitaban los milicianos para reiterarle con saña la amenaza de matarlo en cuanto pudiera levantarse. Así, el día 18 de noviembre de 1936, a las cuatro de la tarde, fue apresado por los mismos milicianos que le visitaban diariamente, y en las primeras horas de la noche lo asesinaron con el mayor salvajismo, a palos con un enorme garrote que se conserva manchado en sangre de la inocente víctima, a pesar de que sabían, como reconoció el propio forense, “que sólo hubiera podido vivir unos días más”. La causa única de su persecución y muerte fue su carácter sacerdotal y los verdugos obraron por verdadero odio a la fe. Así, pues, murió asesinado el 18 de noviembre de 1936, a las once de la noche, en la carretera de Cuenca, cerca de Atalaya.