Hidalgo Hidalgo, Pedro Manuel

  

PEDRO MANUEL HIDALGO HIDALGO

Cura ecónomo de Albalate de las Nogueras
Cura ecónomo de Albalate de las Nogueras, había nacido en este pueblo en 1880. Este sacerdote ejemplar murió de muerte natural después de la liberación a consecuencia del terrible martirio que por ser sacerdote y no querer blasfemar de Cristo ni de la Santísima Virgen había sufrido, como vamos a referir abreviadamente según el relato de un testigo presencial, don José García Huerta, herido en el pinar de Jábaga por las milicias rojas que habían pretendido asesinarlo.

Don Manuel Hidalgo fue encarcelado ya a principios de agosto de 1936 en el Cuartel de las Milicias de Cuenca donde estuvo casi un mes “esperando de un momento a otro que le llamasen para ser también asesinado”. Según declaró después, “aquello era un gran infierno”: a todas las horas del día y de la noche llevaban detenidos, “golpeados y ensangrentados”; si de allí sacaban alguno por la noche era para asesinarlo. Entre otros, ayudó a prepararse para bien morir a don Federico Viejobueno y al señor Mombiedro, que murieron cristianamente a las pocas horas.

Después, el uno de septiembre de 1936, don Manuel ingresó en el hospital de Santiago de Cuenca como enfermo del estómago sin que nadie sospechase que era sacerdote. Un día le visitó un anciano, el cual al despedirse le besó la mano, por lo cual las enfermeras rojas sospecharon y pronto se convencieron de que aquel enfermo era un sacerdote. Entonces empezó su persecución y su martirio. Las enfermeras divulgaron entre sus amigos milicianos que en el hospital de Santiago había un cura enfermo y los milicianos empezaron a visitarlo y a martirizarlo en compañía de las enfermeras que le negaban el régimen señalado por los médicos y hasta los alimentos, “siendo varios los días que se quedó sin comer nada”, aunque su compañero compartía secretamente con él la comida. Evacuados los enfermos civiles, al ser convertido el hospital de Santiago en hospital militar, quedaron en él don Manuel y su fiel compañero. Muy pronto, los nuevos milicianos ocupantes del hospital, acompañados por las enfermeras, empezaron de nuevo a visitar y a martirizar al sacerdote. Todas las tardes se presentaban en la sala como una docena de milicianos y enfermeras que blasfemaban, golpeaban, insultaban y amenazaban con la muerte al sacerdote enfermo. “Cada día se desarrollaba allí una escena de martirio, la mayor que pueda imaginarse: se colocaban alrededor de la cama del enfermo y unos le pellizcaban, otros le escupían en la cara, éstos le echaban agua por la cabeza para que permaneciese todo el tiempo mojado, aquéllos le apuntaban con los fusiles de la guardia fingiendo dispararlos, le afeitaban cruelmente la barba con navajas de bolsillo, le metían avispas dentro de la cama... Y el sacerdote aguantaba todos estos martirios con una gran resignación y valentía”.

Un día por la mañana se presentaron los milicianos con una enfermera y apalearon al sacerdote en la cama, quitándole la ropa, arrastrándolo fuera del lecho, sin permitir que se pusiera la ropa y pretendiendo, entre insultos groseros y golpes, que celebrara burlescamente en aquella situación, y cubierto con un paño rojo y negro, el matrimonio de una enfermera con un miliciano. El mismo día por la tarde volvieron los milicianos y las enfermeras con la pretensión de que blasfemara de Dios y de la Santísima Virgen pero el sacerdote se negó a ello con la mayor energía. Blasfemaban ellos diabólicamente y le proponían que les imitase pero él siempre rechazó con gran valentía todas las insinuaciones en ese sentido. Los insultos y los palos se renovaban continuamente y le pinchaban con las navajas, haciéndole brotar la sangre del cuerpo.

“Cada día que pasaba el odio contra el sacerdote era mayor: querían a todo trance que blasfemara y le prometían que si lo hacía no volverían a molestarle... Pero si la primera negativa fue enérgica la segunda no fue menos...” Al verse fracasados en sus intentos satánicos, aquellos milicianos sacaron del lecho al sacerdote y lo colgaron de una ventana de las que miran hacia el puente de San Antón, cogido por los pies con la cabeza abajo, teniéndolo así durante unos quince minutos con amenazas de soltarlo si no blasfemaba de Dios y de la Santísima Virgen. Por fin, los milicianos y enfermeras acordaron aplazar la ejecución de su plan hasta el día siguiente para ver si blasfemaba pues si no lo hacía sería precipitado por la ventana, como “persona considerada perjudicial para la humanidad”... Hasta algunos enfermos, en momentos de confianza con el sacerdote, le aconsejaron que accediese a las pretensiones de los milicianos con el fin de que terminaran tantos martirios. Pero el sacerdote rechazó siempre semejantes proposiciones, prefiriendo la muerte y el martirio continuo antes que blasfemar de Dios y de la Virgen.

Al día siguiente volvieron los milicianos y las enfermeras, que rodearon la cama del sacerdote. Empezaron fingiendo halagos cariñosos y le prometieron que nada le harían si blasfemaba. Le pusieron en la cabeza un pañuelo rojo y negro y le invitaban a dar vivas a los partidos marxistas y anarquistas. Seguidamente trataron de arrancarle blasfemias contra la Virgen, con amenazas de tirarle por la ventana si no lo hacía. Y ante los halagos, las amenazas, los insultos y los golpes, respondió el sacerdote: “Tiradme por la ventana cuando queráis pero yo no blasfemo contra Dios ni la Virgen Santísima”. Un miliciano le replicó: “¿Pero es que tú crees que hay Virgen, so cínico?” Don Manuel, con valentía y firmeza retadora ante aquella chusma de blasfemos desenfrenados respondió: “¡Sí, creo que hay Virgen!... ¿No habéis tenido vosotros madre?... ¿No tenéis también retratos de vuestra madre?... ¿Qué diríais vosotros si yo blasfemase contra vuestra madre y me ensuciara en su retrato?” Y el testigo presencial dice: “Fue tal el efecto que estas últimas palabras hicieron en aquella chusma salvaje que, sin decir ni una palabra, se marcharon todos de la habitación con la cabeza gacha y todos avergonzados”.

Unas horas después, el Director del hospital ordenaba el traslado de don Manuel Hidalgo y de su compañero a la Cárcel Provincial, “quedando un poco más libres de tantos atropellos”. Y allí continuaron presos, hasta que tras finalizar la guerra se acabó con la tiranía de los marxistas. Los hechos martiriales en el Hospital sucedieron durante el mes de septiembre de 1936, Don Manuel Hidalgo murió al finalizar la guerra en el Señor y bajo la protección de la Santísima Virgen, cuyo honor había defendido con sufrimientos horribles en un martirio glorioso, prefiriendo todos los dolores, afrentas y la muerte antes que proferir palabras injuriosas contra Dios y Santa María.